Gran parte de nuestro optimismo,
entusiasmo y vitalidad, se basan en un hecho biológico. Hay una gran diferencia
entre esperanza de vida número de años que vivimos en realidad y duración
máxima de la existencia, es decir: El número de años que podríamos vivir si no se interpusiera nada en nuestro camino.
El proceso inexorable de
envejecer no es para saltar de alegría pero tampoco tiene por qué ser, la
cámara de los horrores.
El entusiasmo, el optimismo, las ganas de aprender, de
divertirse, de crecer como persona, la curiosidad, el interés por todo lo que
nos rodea, el ejercicio físico y mental, una alimentación adecuada y sentirse
en paz consigo mismo y con los demás, son baluartes suficientes para emprender un viaje que nos podría llevar
a soplar un gran de número de velas con suficiente oxígeno en los pulmones y
una sonrisa en los labios.
El Dr. Robert Carney, médico de la Universidad de
Washington, sacó la conclusión tras varios estudios, que la depresión era un
indicador de problemas cardíacos más influyentes que otros factores, incluida
la edad, el tabaco, etc.
Noel K. Jonson, (autor de libros
sobre la longevidad), pasados los 90 años, realizaba por los menos, tres horas
de ejercicio diario, corrió hasta siete veces el maratón de NY, con un tiempo
cinco horas y cuarenta y dos minutos, cuanto era un “mozo” de 83 años.
Justo al terminar la maratón de
1989, voló al Cáucaso Soviético, donde dijo a los periodistas:
“Hay una anciana de 110 años que
quiere bailar conmigo”.
Considero que no hay que rendirse
jamás.
Intentar no tener tan presentes
ideas preconcebidas sobre la edad y la actividad física y la salud.
Un espíritu lúdico también ayuda
a sentirse bien porque es el deseo de disfrutar de la vida y de las pequeñas
cosas. Es un salvoconducto para recorrer la travesía de la vida con plenitud.
No preocuparse demasiado anticipadamente, porque lo que tiene solución se
arregla y lo que no ¿para que darle vueltas si no tiene solución? No se debe
luchar constantemente contra los elementos.
Y no tener miedo del final.
“Vivir como si fuese el último día y trabajar como si fuésemos a ser eternos”.
Es una frase que alguien dijo y que dejó escrita y que tiene mucha enjundia.
Trabajar para ser mejor persona,
para saber más, para cuidar el cuerpo, el alma. Para cuidar las amistades y las
relaciones que valen la pena. Caminar con la mochila ligera: sin rencores y sin
miedo.
Yo he tenido la suerte de conocer
a personas así. He visto a una señora de 96 años jugando al fútbol con su biznieto.
A un hombre de 93, conduciendo su vehículo todos los días con el entusiasmo y
la seguridad de un joven, recorriendo
distancias de 300
kilómetros sin pararse a descansar. A un señor de 95,
cultivando su huerto, aseándose solas y subiéndose a un tractor con la agilidad
de un mozalbete. A mujeres de más de 80, bailando en la discoteca con sus
mejores galas y en fin… no voy a seguir enumerando casos así, aunque podría
hacerlo.
Todo esto, me ha llevado a pensar
que merece la pena, apostar por no darle demasiada importancia al paso del
tiempo a niveles negativos porque, como todo: se puede ver, según el cristal
con que se mire.
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